Tímidos primeros pasos de Starmer
El primer ministro británico parece más preocupado por evitar las críticas que por promover el crecimiento y negociar una nueva relación con la UE
Casi dos meses después de lograr una mayoría parlamentaria histórica, el Gobierno laborista del Reino Unido está demostrando una ambición política inferior a las expectativas. Keir Starmer acertó al diagnosticar el deplorable estado económico, social y anímico del país después de 14 años de mandatos conservadores, pero sus primeros pasos responden más a la figura de un gestor prudente que a la de un líder con una visión de cambio. La maniobra desplegada en estas semanas iniciales por Downing Street es de manual. La ministra de Economía, Rachel Reeves, reveló poco después de acceder al cargo, con evidente sobreactuación, un “agujero fiscal” de más de 26.000 millones de euros. Se trataba, en gran parte, de subidas salariales del sector público no presupuestadas y del aumento de los gastos de manutención de los solicitantes de asilo.
Los conservadores tienen gran responsabilidad por la frivolidad con la que manejaron las cuentas en los últimos años, ansiosos por recortar impuestos y cicateros con las demandas salariales de unos empleados públicos asfixiados. Pero resulta cuestionable el argumento del nuevo Gobierno de que nada de esto podía vislumbrarse antes de las elecciones. El deterioro era evidente. Por eso, el discurso de Starmer de esta semana, en el que ha anunciado decisiones económicas “dolorosas” en el próximo presupuesto y ha advertido de que las cosas “empeorarán antes de mejorar” ha resultado desmoralizador para los aliados del Partido Laborista, desde los sindicatos a muchos de sus votantes.
El programa de Starmer se centraba en la promesa del crecimiento. Sus primeros anuncios, que sugieren un aumento de impuestos y una severa contención del gasto, recuerdan a la estrategia de austeridad con la que comenzó su andadura el Gobierno de David Cameron tras la crisis de 2008. Los laboristas quieren tomar decisiones duras en los primeros meses con la esperanza de que los votantes culpen de ellas a sus predecesores. Pero aquella política de restricción, que tanta desigualdad provocó, respondía al menos a una convicción ideológica. En el caso del primer ministro laborista, revela más bien temor a las críticas.
El Reino Unido necesita inversiones en sus deterioradas infraestructuras y en unos servicios públicos al límite: Starmer debe usar con más valentía y con inteligencia un instrumento de política económica perfectamente legítimo como es el endeudamiento. En otros asuntos, como la vivienda o la jornada laboral de cuatro días, sí parece estar dispuesto a acometer reformas innovadoras de calado.
Su gestión de la era pos-Brexit presenta también incógnitas. Acierta con el tono desplegado estos días con los líderes europeos para dejar atrás tantos años de rencor y disputa. Pero la relación entre Londres y Bruselas es de ida y vuelta: cualquiera de las mejoras comerciales que persigue debe ser correspondida con alguna cesión, más aún después del mal sabor de boca que dejó Cameron —y peor aún sus sucesores— en la capital europea. Sería conveniente, por ejemplo, una mayor movilidad laboral y de estudios para los jóvenes británicos y europeos, como reclaman varios países de la UE. Más allá de los acuerdos bilaterales, ni siquiera a eso quiere comprometerse Starmer, temeroso de la ira de los euroescépticos.
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