Siempre se van los mejores
Esto no es un obituario. Ni de Paul Auster ni de Victoria Prego. Es la constatación de que cuando muere alguien a quien admiramos tantísimo, muere algo de nosotros mismos
Vaya día de perros el de ayer, 1 de mayo de 2024. Me entero por el móvil de que se ha muerto el escritor Paul Auster y lo siento en el alma. No por él, que también, no soy de piedra. Claro que me apena la marcha de un hombretón todavía joven a sus 77 años, según las ilusas cuentas que nos hacemos con la esperanza de vida hasta que nos mata, consumidito vivo en un año por un cáncer de pulmón, como tantos otros igual o más jóvenes en todo el mundo. Pero no. La muerte de Auster no me toca tanto la fibra por él como por mí misma. Leí su Trilogía de Nueva York a los veintipocos, cuando aún todo era posible, y, aunque no me preguntes por la trama, porque no me acuerdo, no olvido ese ansia de vivir, esa urgencia por seguir leyendo y a la vez porque no se acabara nunca el libro, esa sensación de que alguien, al otro lado del globo, hablaba tu idioma, te llamaba por tu nombre, te hacía compañía, te arañaba la conciencia y te leía la mente. Qué pena, Paul Auster.
Pero el día iba a ser aún más largo y más aciago. Hallábame llorando figuradamente por lo que pudo ser y no ha sido cuando me entero, por un wasap de un grupo de amigas, de que se ha muerto también Victoria Prego, a los 75 años, y, entonces sí, siento una lágrima asomando y un puñetazo en el estómago. No solo porque a Victoria, la Prego, con el la de las grandes por delante, la vi alguna vez viva, sino porque ella ya era, cuando descubrí a Auster, lo que yo quería ser de mayor en la vida. Una cronista que le metía el bisturí a la realidad y al prójimo mirándolos a los ojos y les sacaba el alma para contárnosla luego al resto. Qué pena, maestra.
Aunque lo parezca, esto no es ningún obituario. Ni de Auster ni de Prego. Es la constatación de que, cuando muere alguien a quien tantos admiramos tantísimo, muere algo de nosotros mismos y ellos siguen vivos en nuestra memoria. A la Prego no me hace falta revisitarla: sigue fresquísima. De Auster tengo un ejemplar de Baumgartner, su, esta vez sí, último libro, sepultado en la mesilla de noche bajo una montaña de novedades editoriales que nunca leeré porque no me da la vida. Esta noche lo empiezo.
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