No es esto, no es esto
El nombramiento de Escrivá como gobernador del Banco de España, por más que no viole la letra de la ley, mella la independencia de la institución
No era esto, no era esto. El salto directo de un ministro a la cúpula de un organismo independiente —sin mediar un período de descompresión— no es una genialidad, sino una anomalía. Al menos desde la óptica de su independencia institucional, un rasgo protegido y encarecido por la ley, por la academia, por la historia de los países democráticos y, en el caso del Banco de España, por la reciente tradición española, desde 1994. Que otros Gobiernos hayan incumplido o incumplan ese imperativo categórico tampoco constituye coartada sólida para el actual. Ni que se revuelva ahora el mismo partido de la oposición, contradiciendo la práctica que antes frecuentó sin escrúpulos.
Los ciudadanos podemos, y algunos debemos, ser exigentes con todos. Particularmente con los dirigentes actuales, porque son los que mandan y tienen por ello la mayor responsabilidad del momento. Y específicamente si apreciamos sus políticas públicas como acertadas, pues así lo acredita el grueso de sus resultados en términos económicos y sociales. Y muy oportunamente en la misma semana en que se ha concretado la culminación del consenso en torno a la nueva presidencia del poder judicial, algo muy meritorio tras años de encono, enquistamiento y apropiación partidista conservadora: contrapunto muy simbólico del desacierto en la decisión, sin pacto, sobre el supervisor bancario.
El alcance de la decisión se agrava si tenemos presente que a la tercera va la vencida. El nombramiento del ministro José Luis Escrivá como gobernador sigue la secuencia de aterrizajes institucionales —durante los mandatos del Gobierno de coalición progresista— como el de la ministra de Justicia, Lola Delgado, en la Fiscalía General del Estado, o el del también ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, como miembro del Tribunal Constitucional. En favor de los tres hay registro de sus capacidades profesionales con larga trayectoria en la materia de sus nuevos cargos. Y en beneficio del último, su prudencia en apartarse (sin necesidad de recusación previa), de participar en votaciones sobre asuntos en los que coadyuvó desde el Ejecutivo, salida a la que difícilmente podrá apelar el nuevo gobernador, pues sus tareas oficiales de asesoría abarcan todo el espectro de las económicas.
La inconveniencia de estas designaciones, por más que no violen la letra de la ley, estriba en que apuntan a mellar la independencia de las instituciones a las que llegan. El grado del perjuicio también depende, claro está, de su prudencia en el desempeño. Pero parece indiscutible que el origen gubernamental debilita la credibilidad de cada una de ellas, pues queda contaminada, en distinto grado, por una inevitable apariencia de politización. Alega el Gobierno que la independencia del Banco de España está garantizada por su propia ley. También la de los de los demás organismos públicos. Y es evidente que la independencia se despliega en distintos ámbitos, como desgranan los estudios académicos que aplican el llamado Índice Romelli: el normativo, la independencia financiera respecto del presupuesto… e incluida, por supuesto, la personal de quien encabeza el supervisor. Históricamente, no han resultado necesariamente mejores los gobernadores por carecer de experiencia gubernamental por la vía rápida; pero sí suelen ofrecer peor desempeño los que no proceden de una radical independencia del poder político.
Escrivá acarrea un amplio bagaje de economista y en la propia banca central. Es una lástima que pueda empañarse. Y más aún por la inevitable comparación con el infausto precedente de Luis de Guindos, el ministro de Economía de Mariano Rajoy que saltó directamente del ministerio a vicepresidente del BCE: que pasara filtros adicionales no blanquea su origen político y financiero, como expresidente de la filial ibérica de Lehman Brothers —el banco cuya ruina desencadenó la Gran Recesión de 2008—, o autor de un rescate financiero que prometió gratis y ya nos ha costado más de 40.000 millones de euros. Y que a diferencia de su antecesor en el BCE, Vítor Constancio, no ha dejado aún desde Fráncfort traza alguna doctrinal propia.
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