Espejismos económicos
El cisne de la inflación en el 3% esconde bajo las aguas unas patas de monstruo: el frenazo se debe básicamente a un efecto estadístico
Inflación es una palabra mágica. La odian con saña los bancos centrales, que desde hace 40 años la tienen casi como único objetivo a pesar de que eso no impidió una burbuja jupiterina que acabó con Lehman Brothers y media docena de países del euro a punto de colapsar. Se come el poder adquisitivo de las clases medias, sean lo que sean las clases medias. Le viene bien a quienes están empachados de deuda, porque la subida de precios diluye ese endeudamiento (siempre que los ingresos de quien está endeudado crezcan a la velocidad de la inflación). Keynes —siempre Keynes— decía que en procesos inflacionarios como el que tenemos delante de las narices “los gobiernos pueden confiscar, en secreto y sin que nadie los vea, una parte importante de la riqueza de los ciudadanos”. Pero ojo, porque cuando la inflación desaparece también hay lío: la deflación (una caída continuada del nivel de precios) es una enfermedad terrible con consecuencias fatales en la que la economía se ralentiza, como cubierta por un manto de melancolía. Hace 15 años, el activismo de los bancos centrales fue indispensable para que la Gran Recesión no acabara siendo una Gran Depresión en toda regla, pero bajo el estanque poblado de nenúfares que dejaron Mario Draghi y compañía había monstruos: una inflación de dos dígitos que se intensificó con la guerra de Ucrania y como consecuencia de algunos cuellos de botella tras la pandemia. España es noticia hoy en todo el mundo porque ha conseguido frenar en seco la bestia inflacionaria hasta un muy razonable 3%.
Los datos cuentan historias: ese inesperado 3% llega el día en que el déficit público se reduce también por debajo del 5% del PIB, con un mercado de trabajo que sobrepasa los 20 millones de ocupados y un presidente Sánchez que el viernes verá al líder de la potencia emergente, China, para hablarle de apertura económica y de su papel de posible mediador en la guerra. La hoja de servicios del Ejecutivo ha ayudado a embridar los precios, con un paquete de medidas excesivamente tímido pero en la buena dirección y, sobre todo, con la excepción ibérica pactada con Bruselas. Y aun así sería un error garrafal para este Gobierno lanzar las campanas al vuelo, como fue un error garrafal para la derecha española predecir una y otra vez un apocalipsis que no termina de llegar. Porque el cisne de la inflación en el 3% esconde bajo las aguas unas patas de monstruo: el frenazo se debe básicamente a un efecto estadístico. Es una especie de espejismo. La guerra estalló hace justo un año, los precios se dispararon, y eso hace que la comparación salga ahora mismo más favorable. Pero las presiones inflacionistas siguen ahí. Es muy probable que los precios vuelvan a subir a cotas preocupantes en la segunda mitad del año, aunque la bola de cristal de este supuesto analista está empañada por una densa capa de niebla en forma de incertidumbre.
La economía va camino de convertir la incertidumbre en un estilo. Y por eso conviene una cierta mesura a la hora de sacar conclusiones: es muy posible que la inflación vuelva a irse hacia arriba, y es más que probable que incluso en este 3% actual la mayor parte de los españoles apenas noten el frenazo de los precios. Porque los alimentos siguen desbocados. Y porque las crisis dan grandes lecciones de economía, y en esta crisis estamos descubriendo que no es la espiral precios-salarios lo que debía preocuparnos, sino la espiral precios-beneficios. Las empresas españolas están prácticamente duplicando sus resultados: han sabido incorporar automáticamente a sus márgenes cualquier subida de precios, algo que no estaba en las cartas. En los últimos 20 años nadie se atrevía a hacer eso. Ahora hay una excusa de índole casi moral para trasladar la inflación a la cuenta de resultados: es culpa de Putin y de la covid. La obligación de las autoridades europeas es encapsular esas subidas de márgenes para volver a meter el genio de la inflación dentro de la lámpara.
Ese es, básicamente, el trabajo del BCE, aunque también de los gobiernos nacionales. “Ha habido tres grandes invenciones desde el principio de los tiempos: el juego, la rueda y los bancos centrales”, decía Will Rogers hace justo un siglo. Los banqueros centrales son como los personajes de John Le Carré, trabajando en las sombras y habitando un mundo de dobles sentidos, lenguaje en código y vocabulario abstruso. Pero tras años tirando del carro, ahora mismo parecen un puñado de ciclistas agotados. Yo no me dejaría engañar por las palabras de charol de quienes celebran por todo lo alto el dato de hoy. Ni por el aire de plaga de úlceras de quienes predicen a cada tanto el fin de los tiempos. Sí me fijaría en la próxima rueda de prensa del Banco Central Europeo para saber qué se puede esperar después del dato de marzo en España. La respuesta es no mucho: los tipos de interés van a subir aún un poco más, y puede haber algún episodio extra de inestabilidad financiera como el que hemos visto de Silicon Valley y en Suiza. Pero a la vez la economía está fuerte, y las tasas de paro en todo Occidente están en mínimos. Dudas, en fin: muchas dudas. “La duda no es una condición agradable, pero la certeza es una condición absurda”. Voltaire está de moda.
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