El verano es un infierno
El estío es la temporada alta de la violencia machista. Solo uno de cada cuatro testigos hace algo al respecto. Tengamos los ojos, los oídos y el corazón abierto para ver las señales y ofrecerles ayuda.
Así como en muchas casas el verano es el cachito de cielo por el que se reza todo el año, en otras, demasiadas, es el infierno que se teme como al mismísimo diablo. Precisamente porque se relajan cuerpos, mentes y agendas, en verano a algunas personas se les hacen insufribles las mismas cadenas que en invierno soportan bajo las acolchadas esposas de la rutina y las obligaciones. En verano, en fin, los días son eternos y, en 15 interminables horas de sol a sol inmisericorde, les da tiempo a pensar en cómo viven, en si tal cosa merece llamarse vida y, a veces, a las más valientes, a decidir obrar en consecuencia. Sí. Ahora mismo, a 40 grados a la sombra en la calle, tras los insonorizados ventanales de chalés con piscina y los ventanucos de aluminio de pisos donde se escucha a los vecinos hasta aliviarse los intestinos, hay mujeres rumiando, o intentando llevar a cabo, la hazaña de liberarse del yugo del hombre al que amaron, que quizá todavía aman, pero las maltrata, las humilla y las anula. A alguna, duele escribirlo, la hazaña puede costarle la vida.
El verano es la temporada alta de la violencia machista. Los días sin tregua, la convivencia sin alivios, las pantallas arreciando con imágenes de congéneres viviendo sin miedo, sin culpa y sin verdugos animan a algunas mujeres a decir basta. Y hay hombres que no soportan que quien consideran suya decida hacer su vida, la que sea, sin su permiso. Más de una decena de mujeres han sido asesinadas en España por sus parejas o exparejas en lo que va de estío. Y aún no ha llegado la estampida de agosto, cuando se dispersa la familia, los amigos, los compañeros y los vecinos y se quedan más solas que la una. Solo uno de cada cuatro testigos de violencia de género hace algo al respecto. Además del minuto de silencio del Congreso y de los días de luto tras cada asesinato, hagamos cada uno lo que podemos. Tengamos los ojos, los oídos y el corazón abierto para ver las señales y ofrecerles ayuda. Por bien que se esté en nuestro pequeño paraíso, su infierno también es el nuestro.
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