El robo
Lo peor de volver a casa después de las vacaciones y hacer el inventario de las cosas que te han robado es darte cuenta de que no tienes nada de valor
Cuatro pares de aros que no uso: 30 euros. Pendientes ochenteros demasiado pesados: otros 20. Collar de bisutería para bodas, 15. Juego de cadena y pulsera comprados en Wallapop en un momento de enajenación, no más de 10. Colgante de latón chapado mitad cruz, mitad puñal, creado por una amiga joyera y regalo de mi pareja, 39 euros.
Lo peor de volver a casa después de las vacaciones y hacer el inventario de las cosas que te han robado es darte cuenta de que, en realidad, no tienes ningún objeto de valor. Hay más metales preciosos en los circuitos de los móviles viejos que guardo por ahí que en todo mi joyero, pienso mientras escribo la lista de la vergüenza para el seguro. No sé a quién quiero engañar: tampoco tengo joyero. ¿No os parece accidentalmente poético el cartel que a veces ponen sus dueños en las ventanillas de los coches aparcados en mala zona? “No romper, dentro no hay nada de valor”. A mí ahora sí.
Del robo me apena la pésima impresión que hemos debido causar a los ladrones. Me pongo en su lugar: debe de ser decepcionante venir a hacer la temporada de verano, tomarse el trabajo de marcar con un hilo de pegamento las puertas del edificio para averiguar qué vecinos se han ido, esperar al momento adecuado, forzar las cerraduras, entrar y revolver todos y cada uno delos cajones, cajas y cajitas de un piso para al final llevarse un anillo de Mango que se puso verde hace años. Por lo menos tuvimos el decoro de dejar el piso limpio y ordenado antes de irnos, y por ese lado no hay más humillación que añadir al suceso. Recuerdo una columna épica de Manuel Jabois, que cuando se encontró a un tipo en su dormitorio primero le saludó, luego le dio las gracias y al final se dio cuenta de que iba en calzoncillos, con el pelo fatal y la cara manchada de galletas Oreo. Siento cierto orgullo por esta tierra nuestra de curas e hidalgos: la vergüenza por encima de todo, incluso del miedo.
Que te roben sirve para ponerte en tu sitio. También para verte a través de los ojos de los ladrones, y ofende un poco no ser dignos ni de ser desvalijados. Los imagino decepcionados porque otra vez les ha tocado una pareja sin efectivo, joyas ni relojes. La monstera preciosa y la biblioteca muy bien pero ¿dónde están los diamantes?, ¿y las perlas de la abuela? Supongo que echarán de menos otros tiempos, o mejor dicho, otras generaciones que aún tenían algo de oro que guardar. Usando la terminología del seguro, quienes compramos un piso en los años veinte de este siglo no tenemos contenido porque nos gastamos todo en el continente.
El robo está sirviendo para amenizar el inicio del curso a los amigos y familiares a quienes se lo contamos. Anochece antes, fuera hace bueno, y hablamos en las terrazas sobre cerraduras de seguridad, radiografías y cajas fuertes. Algunos nos preguntan por el valor sentimental de lo sustraído, o por la horrible sensación de que vulneren tu casa, tu espacio más íntimo, y se sorprenden por la ligereza con la que lo llevamos. Cuando te has mudado 26 veces ―y esto no es una forma de hablar, sino un cálculo exacto— te acostumbras a no coger demasiado cariño ni al continente ni al contenido, les explico. Lo que no digo es que puede que tarde años aún en sentir que este es mi hogar, y que dentro de él están mis cosas, y que todo ello es parte de mí, y que, al revés de lo que ocurre en esos coches 100 veces forzados, dentro sí hay algo de valor. Alguna ventaja debía de tener este trauma inmobiliario español nuestro.
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