Claroscuros del pacto de coalición
El acuerdo entre el PSOE y Sumar queda cojo en la parte de impuestos
Los principales países europeos dominan el noble arte de forjar coaliciones, uno de los rasgos característicos de las democracias contemporáneas. Los gobiernos de coalición han sido la regla en los principales países de la UE, muy por encima de los gobiernos monocolor. España, que era una sonora excepción a esa tendencia hasta 2019, acaba de poner hoy los cimientos de su segunda coalición, con un pacto que nos tiene que permitir debatir sobre políticas y dejar de lado los politiqueos por primera vez en mucho tiempo. La democracia española es una cocina recalentada que despide un calor insoportable: lejos de menguar, ese desorden político no va a dejar de crecer en los próximos tiempos, con la amnistía en el horizonte y las derechas inflamando la calle con una retórica apocalíptica y ese estomagante “que viene el lobo”. La economía española funciona últimamente bastante mejor, pero también vienen curvas por ese lado: gran parte del pacto entre el PSOE y Sumar está destinado a conducirse por ese trazado sinuoso que está a punto de aparecer, con dos guerras a 2.500 kilómetros de Madrid, un apretón monetario por parte del BCE y un ajuste fiscal imprescindible y complicado en medio de la desaceleración que se avecina. El acuerdo incluye medidas interesantes y contiene olvidos preocupantes por ahí. Veamos.
A falta de un talón de Aquiles, la economía española tiene varios, aunque destacan dos: una tasa de paro que a pesar de la mejoría sigue siendo socialmente insoportable, y una situación fiscal delicada, con un sistema tributario que a pesar de los lugares comunes recauda menos de lo que debería (la presión fiscal española es inferior a la media europea) y redistribuye mucho menos de lo necesario. De hecho, es de los peores de la UE en ese aspecto; por eso los niveles de desigualdad y pobreza son lacerantes. PSOE y Podemos encararon las disfunciones del mercado de trabajo la pasada legislatura con una reforma laboral que no ha tenido los efectos catastróficos que predecían los agoreros de turno. Y agregaron a esa reforma la que tal vez sea la mayor innovación en política económica desde los Pactos de la Moncloa: unos ERTE (expedientes de regulación temporal de empleo) que introducen flexibilidad en el mercado laboral. El pacto de coalición deja claro que no habrá grandes revoluciones en ese asunto, pero tampoco involuciones. PSOE y Sumar abren el melón de la reducción de la jornada laboral después de 40 años ―y ahí hay pros y contras, como ya han subrayado empresarios y sindicatos―, y siguen en la senda de aumentar el salario mínimo interprofesional. Pero reducir la jornada es muy significativo: como en el caso del SMI se presiona a la negociación colectiva, porque la normativa será un suelo del que no se puede bajar.
En la parte laboral, en fin, el acuerdo tiene un punto de ambición; la parte fiscal es mucho más difusa. Por el lado de impuestos, la coalición hizo poco o muy poco la pasada legislatura, y el acuerdo contiene solamente parches. No hay “un gran acuerdo fiscal”, a pesar de las palabras de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz. Se retocará el impuesto de sociedades, que es una especie de queso suizo con enormes agujeros; y se prolonga el impuesto a la banca y las energéticas porque al cabo seguimos en una situación excepcional. Pero no hay nada en ese pacto parecido a la reforma fiscal integral que necesita la economía española. Ni se anticipan los ajustes a los que van a obligar la posición fiscal (un déficit estructural del 4% del PIB y una deuda pública del 110%), las reglas de Bruselas y la subida de tipos en Fráncfort. Eso queda, se supone, para los presupuestos. Mucha suerte ―y una pizca de talento― a quienes les toque negociarlos.
El guion de la legislatura está esbozado. Con los dos centenares largos de medidas incluidas, los socios principales de la futura coalición rompen un silencio inquietante que duraba casi un mes, desde que el Rey propuso a Sánchez para la investidura. Esa discreción es comprensible a la vista de la negociación tan espinosa que queda por delante, singularmente con los partidos independentistas. Desde hoy, el elefante en la habitación es la amnistía, de la que Sánchez y Díaz apenas hablan: una ley de amnistía puede ser constitucional, como ha dejado claro Tomás de la Quadra en este periódico, pero no cualquier ley de amnistía; al futuro Gobierno le queda por delante un ejercicio de pedagogía formidable, que Sánchez no acometió en el pasado con los indultos y las reformas de la sedición y la malversación, aunque salieran relativamente bien. La amnistía es otra cosa; otro nivel. Exige un relato nada fácil de armar: esa es la tarea de los próximos días, y ese debate está llamado a marcar la política española de los próximos tiempos. Mucha suerte, y muchísimo talento, a quienes les toque negociar también ahí, y explicarlo posteriormente. Forjar ese relato puede permitir rebajar definitivamente el suflé del independentismo. O puede abrasar a quienes lo intenten. La política tiene algo de alquimia: hay que encontrar una sintaxis y un relato en los que la mayoría se reconozcan. Si eso no ocurre, si esa música no suena, mala cosa.
Coda: los desacuerdos son siempre más conservadores que los acuerdos. En el origen de las parálisis políticas hay siempre una serie de prácticas que dificultan las transacciones: plantear exigencias de negociación inasumibles, o preferir “el prestigio intacto del insobornable negociador a la lógica sin épica de las cesiones mutuas”, en palabras del filósofo Daniel Innerarity. El poder es casi siempre algo parcial, exige compromisos y renuncias. Hoy en el Reina Sofía se han visto las primeras renuncias, los primeros compromisos. Pero en ese acuerdo, esencial para la investidura, hay un formidable punto ciego: la amnistía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.